El Instituto Massone, asociado con investigadores de la UBA y el
CONICET, desarrollaron un compuesto antiviral. Los términos en que fue
aceptada su patente habilitan su producción como medicamento.
Vanina
Lombardi, Tecnología Sur-Sur 19 de septiembre 2013
No sé si la industria farmacéutica del país está dispuesta a invertir en todo el proceso de producción del medicamento”, afirma Claudio Wolfenson, Director de Producción y Asuntos Regulatorios del laboratorio farmacéutico Instituto Massone, una empresa fundada a principios del siglo pasado, que fue cerrada en 1950 y reabrió sus puertas en 1968 con un nuevo enfoque especializado en la producción de gonadotrofinas de origen natural, uno de los productos más utilizados en tratamientos de fertilidad.
Siguiendo esa inquietud innovadora, el Instituto Massone se animó a más y se asoció a un grupo interdisciplinario de investigadores de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y el CONICET para desarrollar un compuesto antiviral que podría combatir ciertas infecciones virales, como la conjuntivitis, sin tener que recurrir a los antibióticos, que son efectivos contra una posible infección bacteriana pero están de más cuando el causante es un virus, ni a los corticoides de uso local, que logran disminuir la inflamación pero pueden tener efectos no deseados, no solo porque aumentan la presión intraocular sino también porque son inmunosupresores, lo que puede reactivar el virus y prolongar la enfermedad.
“Tratamos de ponernos de acuerdo rápidamente con el CONICET, que tuvo gente muy buena negociando y muy abierta a la hora de las propuestas y de los beneficios que podría tener la empresa, en caso de que saliera la patente y que el producto llegara al mercado”, agrega Wolfenson y aclara que, efectivamente, el descubrimiento “fue muy promisorio y dio lugar a una patente y a dos refuerzos, por otras propiedades que se encontraron… algo que nos da tranquilidad y un poco de apuro, porque las patentes tienen un vencimiento y necesitamos que la aprobación farmacéutica se haga dentro de ese plazo”.
El producto al que se refiere el especialista surge de un hallazgo de los investigadores Lydia Galagovsky y Javier Ramírez, del Departamento de Química Orgánica de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, que lograron sintetizar una estructura química análoga a lo que se denomina estigmastano, que conjuga una actividad antiviral con otra antiinflamatoria, no solo contra el Adenovirus sino también contra el virus herpes y otros virus animales. Fue la única estructura química de las más de 90 que sintetizó el equipo de químicos, que presentó características promisorias.
Por su parte, Laura Alché y Flavia Michelini, del Departamento de Química Biológica de la misma facultad, comenzaron a probar ese compuesto en cultivos celulares, y el equipo de Alejandro Berra de la Facultad de Medicina, también de la UBA, ya está haciendo los estudios pre-clínicos, evaluando el producto en animales de laboratorio, específicamente en ratones, ratas, conejos y ovejas.
A través del CONICET, “primero presentamos la patente en Argentina, donde todavía estamos esperando, y luego en los Estados Unidos”, agrega Alché y destaca que “los términos en los que fue aceptada –la patente, en los Estados Unidos– son muy beneficiosos, porque habilita su producción como medicamento y no limita su uso al ámbito oftalmológico, lo cual puede ser muy útil porque, por ejemplo, el Adenovirus también provoca enfermedades respiratorias”.
Sin embargo, el proceso no fue fácil. “Tuvimos restricciones para la publicación de los trabajos científicos y eso pone en riesgo nuestra fuente de trabajo, como ocurrió con colegas del laboratorio, que por guardar la confidencialidad no podían publicar y cuando tuvieron que concursar cargos o ingresar al CONICET tuvieron dificultades porque no tenían la cantidad de publicaciones que el sistema científico exige… eso nos trajo muchos prejuicios”, confiesa Alché y se lamenta: “es una situación muy delicada porque tenemos que seguir trabajando y produciendo como científicos del estado, pero al mismo tiempo estamos constreñidos a las limitaciones que nos impone o que nos imponía la confidencialidad”.
Situaciones como esta parecen ser usuales en el ámbito científico, y esos “prejuicios” a los que se refiere Alché se reflejan como un conflicto de intereses también en el sector industrial. “Las necesidades de la industria y las de la academia son muy distintas”, reconoce Wolfenson y sugiere que “sería bueno sentar en una mesa a las dos partes, ya que para que esto funcione tiene que haber una coincidencia de intereses”.
La investigación como riesgo
“La industria no es muy innovadora en argentina… el sector farmacéutico, en general, ha trabajado trayendo las drogas del exterior y desarrollando las formas aquí, pero no hay un desarrollo desde cero”, comenta Claudio Wolfenson y considera que “probablemente haya muchos grupos de investigación en universidades que están trabajando en moléculas que podrían ser interesantes, pero no es habitual la conexión entre esos grupos y la industria”. Uno de los problemas que plantea el especialista es que “investigar es un riesgo”, y explica que los grandes laboratorios internacionales pueden tomarlo porque tienen la certeza de que toda esa inversión en investigación finalmente terminará en algún producto que logre recuperarla: “Cuantas más investigaciones tenga abiertas, más posibilidades tendré de que alguna salga y se convierta en lo que ellos llaman blockbuster, que es un medicamento que vende más de mil millones de dólares… con eso se paga toda la investigación, pero para poder hacerlo se necesitan varios institutos de investigación, cientos de investigadores trabajando y toda una estructura para trabajar nada más que en investigación”.
¿Qué ocurre en la Argentina? Academia e industria aparecen desvinculadas. Por un lado, según explica Wolfenson, para que la industria financie las investigaciones, la universidad tendría que ofrecer ciertas ventajas, como tener muchos investigadores trabajando en un tema o un equipamiento que no tiene la industria. Por otro lado, para que dentro de las universidades haya grupos de trabajo que se dediquen a la investigación para la industria, tendría que haber muchas más industrias interesadas, de modo que los investigadores sientan que “eso les sirve de financiación y les da suficiente prestigio, porque no solo pueden publicar sino también tener patentes, y el CONICET debería reconocer que una patente es casi tan valiosa o más que un paper, en caso de que salga”, concluye Wolfenson.
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